Relato que narra de forma novelada la creacion de la Colonia de Fuente Palmera
Otra noche más, las frías y sigilosas gotas de sudor
recorrían su decolorada piel, zigzagueando por sus pómulos al son de sus
arrítmicos movimientos. Su respiración era acelerada y su corazón bombeaba con
fuerza el fluido que daba vida a la imaginación de un niño. Como acto reflejo a
esta situación, producida por su subconsciente, los parpados de Peter se
separaban de manera involuntaria, rápidamente él se incorporaba, e intentaba
tranquilizarse. En esta ocasión le fue mucho más fácil que otras veces, debido
a que el traqueteo del carro en el que iba montado le inspiraba gran seguridad.
No tenía que forzar la vista para dilucidar a tras luz la imponente figura de
su padre, el cual llevaba las riendas e imaginarse junto a él la silueta de
Marianne, su madre.
En ese maldito sueño Peter se veía perseguido por un
monstruo de compostura similar a un oso gigantesco, de grandes garras, afilados
colmillos y unos ojos rojos como la mismísima sangre. Esta pesadilla se repetía
a razón de una o dos veces por mes desde que hacía ya dos años que escucho como
un cazador de los Alpes contaba a su padre el encuentro que había tenido con
esta terrorífica criatura, la cual casualmente era similar a la figura que en
su ciudad, Berna, presidía una fuente a la que llamaban el comedor de niños,
que reflejaba la figura de un ogro que devoraba a los pequeños.
Hacía ya
una semana que habían desembarcado en el puerto de Sanlúcar de Barrameda, donde les esperaba O’Conock.
La travesía desde Génova, había sido horrible, en un primer momento Peter quedo
boquiabierto al contemplar el mar por primera vez, al igual que la mayoría de
los nuevos colonos, pertenecientes a las tierras centroeuropeas. En el momento
en el que pusieron un pie en el barco, una sensación de ingravidez los aferró
fuertemente, produciendo un liviano mareo que inevitablemente se iría
incrementando.
Los soldados los dividían en hombres por
una parte y mujeres junto a los niños menores de diez años por otra. En la
entrada al barco, antes de subir por la pasarela se realizaba un control de los
nuevos colonos, los clasificaban en útiles e inútiles. Algunos de ellos al ver
el barco se negaron a subir por el temor que tenían al mar, pero estos fueron
obligados a embarcar a punta de pistola.
Cuando llego el turno del carromato de Bartolomeo,
los obligaron a bajar, pero Werner Herman, el padre de Peter se negó debido al
lamentable estado en el que se encontraba su esposa, debido a una intensa
fiebre. Los soldados se miraron entre si y como si todo estuviese premeditado
entraron uno por cada parte del carro, al tiempo que otros dos desenfundaban sus
mosquetes. En un arrebato de impotencia Werner se levantó y se dirigió hacia
uno de los soldados, golpeándole fuertemente en el mentón. Tras ello el padre
de Peter se desplomo sobre la superficie de madera del carromato al quedar
inconsciente por un golpe en la nuca que le propicio el otro soldado que había
entrado por la retaguardia.
Con los ojos rebosantes en lágrimas,
Peter observó como el carro en el que habían viajado hasta Génova junto a dos
hermanos Italianos, se quedaba en el puerto con su enferma madre en su
interior, mientras ellos se alejaban poco a poco de la costa acompañados de una
sutil brisa marina.
El barco se zarandeaba por las olas, era
un vaivén continuo no había pausa, las náuseas cada vez eran más acentuadas,
pero debido a la desnutrición, su estómago se encontraba vacío, impidiendo que sofocasen el mareo.
Así transcurrió el viaje, realizando varias paradas para reponer provisiones y
abandonar en el puerto a aquellos que tenían la suerte, por así decirlo, de
enfermar cerca de la costa, ya que otros moribundos eran arrojados por la borda
en alta mar. En el transcurso del trayecto en barco no se dio prácticamente
ninguna conversación y las pocas que se realizaban comenzaban a ser fruto de la
des variación. Al menos una luna habían
podido contemplar desde aquel día en el que partieron de casa, dejando atrás
casi todo: amigos, familiares, hogar… y ello porque un grupo de soldados había
comunicado un mensaje en nombre de un tal Tugarriel o Turrieguel o algo similar.
En dicho mensaje se explicaba que al sur de las Españas, en el valle del
Guadalquivir existían unos amplios terrenos despoblados, de ricas tierras para
el cultivo, aguas frescas, clima templado e infinidad de árboles frutales.
También en ese escrito se invitaba a
todos aquellos valientes dispuestos a embarcarse en un trepidante viaje a que
poblasen esas tierras a cambio de unos terrenos para cultivar y establecer su
casa, además de ello también se les obsequiaría con algunas piezas de ganado.
Pero en ningún apartado de ese
comunicado del teniente coronel Turrieguel se hacía referencia a las penurias a
pasar en el trayecto, incluyendo la perdida de familiares y allegados, sino
todo lo contrario ya que explicaba el viaje como una larga pero grata travesía,
la cual podrían abandonar en cualquier momento si no les era apetecible
continuar.
La idea de este proceso de colonización nació de la mano
de Pablo Antonio de Olavide, un jurista y escritor acomodado en la corte. Él
cual propuso esta andanza para conseguir erradicar el bandolerismo que por esas
tierras de Sierra Morena se daba alrededor de 1760. Una vez realizado el
comunicado al monarca español ambos mantuvieron un parlamento hasta que fue
aceptada la solicitud y nombrado jefe de expedición a Turrieguel.
A la
mañana siguiente fue el mugido de un buey el que rescató a Peter del profundo
letargo en el cual se encontraba apresado, recordando aún la nefasta travesía
en carabela. Al abrir los ojos un fino y cálido rayo de sol que de manera
ilícita se colaba por uno de los agujeros de la tela del techo del carromato,
lo deslumbro. Al mirar hacia delante contemplo de nuevo como las figuras de sus
padres seguían allí tal y como las había dejado la noche anterior, sorprendido
se froto con intensidad los ojos y fue en ese momento, en cual para su
desgracia la figura de su madre se volvió a desvanecer, como si de una duna
azotada por el viento se tratase.
El traqueteo
que ahora realizaba el carro no era normal, sonaba igual que una corriente de
agua, extrañado asomó la cabeza por la parte trasera y ciertamente, estaban
atravesando un río, seguidos de una veintena de carros similares al suyo. Al
alzar la vista su mirada coincidió con la de Lucio un chicho italiano de su
misma edad al que había conocido al comienzo del trayecto y que estaba sentado
en el carromato que seguía al suyo junto a su hermano Bartolomeo. Tras un breve
saludo volvió a introducir la cabeza y camino con paso incierto hasta la parte
delantera dando los buenos días a su padre.
Una vez
pasada la mañana, cuando el sol comenzaba a incidir con más fuerza realizaron
una parada junto a una alameda, allí los animales pudieron beber y los soldados
comenzó a repartir la racionalizada porción de alimento que correspondía a cada
uno. Las provisiones cada vez eran más escasas y debido a ello algunos habían
caído enfermos e incluso otros fallecieron a causa del agotamiento. Los padres
hablaban acerca de los cultivos que tenían pensado establecer en sus terrenos,
pero estos diálogos cada vez reflejaban de manera más patente el desaliento y
el cansancio. Por su parte las mujeres conversaban acerca de sus labores de
costura, y entre ellas ya se había producido más de un alumbramiento y mientras
tanto los niños correteaban jugando entre los árboles presos de la inocencia
que les obligaba a distorsionar la realidad y de esta manera considerar el
viaje como una ocasión perfecta para corretear y divertirse.
Tras
mucha insistencia, Lucio consiguió hacer que Peter se animase y aceptase una
invitación para divertirse un poco. Jugaban a imaginarse que eran cazadores y
que iban en busca del Ogro del sueño de Peter para darle muerte. Lucio iba
delante, armado con un palo que había encontrado, por su parte Peter le seguía
de cerca llevando en su mano derecha un harapo a modo de látigo y en la
izquierda una piedra puntiaguda que cumplía las funciones de puñal.
– ¡Allí
está!, ¡vamos a por él! –gritó Lucio.
En un primer momento la voz de alarma
desconcertó a Peter haciéndole dar un salto hacia atrás. Acto seguido fue a
apoyar a su compañero. Primero entre ambos consiguieron tumbar a la bestia, con
el látigo la inmovilizaron de pies y manos y finalmente con el puñal acabaron
con ella. Cuando aún estaban celebrando el éxito de la cacería escucharon sus
nombres, lo que indicaban que partían de nuevo. Con lo cual corrieron hasta sus
respectivos carromatos y la andanza se reinició.
Una vez puestos en marcha Peter resoplo
dispuesto a enfrentarse a otra larga y monótona jornada de sofocante calor y
mugidos. Cuando el Sol comenzaba a sonrosarse, ante la aparición de la
majestuosa y elegante Luna acompañada de su fiel sequito de estrellas, Peter
entró en la parte trasera del carromato y se acostó sobre la ruda superficie.
Le gustaba jugar antes de dormir a
imaginar que su madre llegaba, como en casa, a arroparle y le besaba suavemente
la frente. Cuando estaba consiguiendo conciliar el sueño sintió como algo
andaba sigilosamente por su pierna, lo golpeó con la mano una vez, pero al
comprobar que seguía allí volvió a intentarlo en una segunda ocasión y fue ahí
cuando sintió un fuerte pinchazo. Alarmado observó como un escorpión, que por esas tierras los soldados denominaban
alacrán se mantenía con el abdomen erguido.
– ¡Papá!
–
¿Qué sucede hijo? –Preguntó su padre al tiempo que se giraba.
Werner palideció al instante cuando vio
al animal sobre la pierna de Peter y más aún al percatarse de cómo comenzaba a
inflamarse la mano. Ignorando las riendas se introdujo dentro y rápidamente
aparto al animal, rematándolo con un potente pisotón.
–Me duele –Dijo Peter.
Coincidiendo con la última palabra del
pequeño la rueda derecha delantera se introdujo en un surco del camino,
partiéndose uno de los radios, provocando así que el carro se desestabilizase y
volcase. Esto produjo una gran algarabía, algunos caballos asombrados
comenzaron a relinchar y patalear, un pequeño grupo ya se arremolinaba
alrededor del carromato:
– ¡Werner! ¿Estás bien? –Preguntaban al
padre de Peter.
Cuando este consiguió recobrar un poco el sentido se levantó
dificultosamente, se puso una mano en la frente donde sentía un fuerte dolor y
observo como la sangre se daba a la fuga por la incisión que había surgido poco
más arriba de su ceja derecha. Pero ignorando el dolor y las palabras de sus
compañeros de viaje se dirigió a la parte trasera del carromato, con
desesperación ojeo su interior y ayudado por Bartolomeo el hermano de Lucio
Rossi y algunos más consiguieron sacar a Peter, comprobando por suerte que solo
tenían algunos rasguños.
Por su parte el otro soldado
posiblemente de un cargo superior debido a los galones que exponía en su pecho
se acercó observando con supremacía a los presentes y evitando cualquier
contacto con ellos. Era de compostura ruda, no muy alto, de frondoso pero
recortado mostacho y cabellos ásperos coronados por un sombrero de ala ancha. Pese
al insoportable calor para los centro europeos él no se había desprendido en
todo el trayecto de la capa, que holgaba sobre sus hombros.
Fijó la mirada durante unos segundos
analizando la situación, acto seguido escupió con desprecio al suelo y con voz
ronca dijo:
–Tu levanta –Al comprobar que no le
entendía le hizo un gesto con la mano.
En el momento en el que se levantó
Werner, el soldado lo agarró con fuerza por la desgarrada camisa y le reprimió
duramente el despiste. Era una situación un tanto ridícula, la de observar como
un hombre unas tres cabezas más bajo sermoneaba a un fornido leñador suizo. Muy
posiblemente esto fuese así por la pistola que ceñía al cinto o el mosquete
humeante que había junto a las alforjas de su caballo.
–Señor, a este niño le ha picado un
alacrán y necesita un médico urgentemente
–Interrumpió la reprimenda el primero de los soldados.
–Interrumpió la reprimenda el primero de los soldados.
–Si no puede continuar que se quede
aquí, ¡Los demás en marcha!
Y así fue los carromatos volvían a
circular. En ese momento Bartolomeo hizo hueco en su carro e introdujeron con
cuidado a Peter, posteriormente Werner se sentó junto a su hijo intentando
bajarle la fiebre con paños empapados en agua.
Gracias a los cuidados que por turnos
iban dando al pequeño, a los conocimientos de los más longevos y a la ayuda de
Iñigo, el joven soldado, consiguieron que Peter se recuperase.
Los siguientes días transcurrieron con
normalidad, es decir hambre, sed, penuria y cansancio. Ya incluso los mismos
soldados comenzaban a sucumbir ante las inclemencias del viaje. En esas situaciones no importaba la
nacionalidad, todos se ayudaban entre sí, organizándose como una gran familia.
Ya con las fuerzas mermadas y la
expedición diezmada divisaron en una extensa llanura un pequeño campamento. Al
encuentro de esta caravana salieron a galope una pareja de soldados, los cuales
sin detener al nuevo grupo mantuvieron una breve conversación con los militares
que escoltaban a Peter y los demás y siguieron acercándose al poblado.
Al llegar allí contemplaron en una situación
similar a la suya a otra agrupación de colonos, en esta ocasión eran alemanes.
Sus rostros enflaquecidos y demacrados reflejaban una realidad paralela a la
suya.
Hacía un suspiro que habían descendido
de los carromatos cuando los niños ya jugaban entre ellos, era una situación
irreal. Solo se presentaban pronunciando su nombre y tras ello comenzaban a
corretear. Peter Herman y Lucio Rossi de nuevo se apartaron un poco para jugar
a los cazadores, pero fue entonces cuando escucharon un sonido que jamás habían
oído antes. Era agudo pero potente, sonaba a intervalos junto a unos jaramagos,
aterrorizados corrieron en dirección al campamento, y debido a las prisas y al
miedo chocharon contra otro grupo, en este caso compuesto por dos niños y dos
niñas, todos ellos de cabellos rubios, ojos claros y alguna que otra quemadura
debido al intenso sol.
–Was? –Pregunto uno de los niños
alemanes.
–Warum lauft? –Inquirió con insistencia
la niña más alta.
Lucio miró a su amigo perplejo.
–Kommen –Dijo Peter, decidido zanjar el
asunto.
Cogió a uno de los chicos alemanes por el brazo, a Joseph Shuster, y lo
condujo hasta el lugar en el que habían escuchado aquel diabólico sonido. Al
reconocer el canto de la chichara los pequeños alemanes comenzaron a reír,
entonces Ágata Crenes introdujo la mano en la maleza y extrajo un pequeño
insecto del tamaño de una cucaracha de color grisáceo y cuando todos la
contemplaron ella la soltó junto a una piedra y allí de nuevo el inocente
animal comenzó a agitar las alas produciendo su canto.
Ahora todos reían, aunque Peter y Lucio
estaban un poco avergonzados.
Y al igual que en todas las ocasiones
anteriores llegó la hora de partir, y era entonces cuando alguno de los
soldados decía:
– ¡Venga!, “Ca” mochuelo a su olivo.
Los colonos no sabían que significaba
aquella expresión, pero habían aprendido que cuando la pronunciaban era hora de
irse.
Ahora a causa del sofocante calor,
avanzaban desde el atardecer hasta media mañana, pasando las horas más
calurosas en alguna umbría. Al segundo amanecer desde que se unieron a los
germanos llegaron a la Carlota, donde les esperaba el intendente y nombrado
primer subdelegado de esta localidad por Pablo Antonio de Olavide, Fernando de Quintanilla.
Allí, teniendo en cuenta la dificultad
que implicaba la comunicación, intentó explicar que este no era su destino, que
aun tendrían que continuar un poco más, hasta alcanzar las tierras del desierto
de la Parrilla y alrededores. Esta noticia sentó entre los colonos al igual que
si el mundo se desplomase sobre ellos. Parecía que este viaje no iba a
finalizar nunca, las insolaciones estaban al orden del día, aún no habían
conseguido adaptarse a las sofocantes temperaturas, siendo niños y mayores los
más afectados. La contemplación de tanta penuria y desgracia había conseguido
fundir el impenetrable armazón que rodeaba el corazón de los soldados, era el
claro ejemplo de que ante un enemigo común las fuerzas se aúnan para hacer más
liviana la carga. Todos deseaban de veras poder acabar aquella maquiavélica
ruta, abandonar los senderos y caminos, poder establecerse en algún lugar y en
especial tener oportunidad para sofocar sus calurosos cuerpos.
Ese día no realizaron ningún descanso,
todos ansiaban contemplar las tierras que los acogerían. Sobrepasado ya el
medio día, uno de los soldados alzó la voz y con las exhaustas fuerzas que
conservaba gritó:
– ¡Esto es Fuente Palmera!
Las pupilas de muchos de ellos se
dilataron, ya no les importaba contemplar una zona de tierras baldías y dejadas
de la mano de Dios. Ese era su destino y algunos no dudaron en arrodillarse
como muestra de satisfacción por el viaje concluido y de desesperación ante el
incumplimiento de las promesas de Turrieguel, el cual acomodado en un magnifico
asiento en su salón, se regocijaba del magnífico negocio acontecido, por el cual
se embolsó 326 reales de vellón por cada colono.
Peter y Lucio junto con los demás niños
corrieron hacia la extensa llanura que había señalado el soldado refugiándose
del sol bajo un alcornocal. Frente a ellos había un reducido número de pequeños
barracones, de una de las cuales salió Santiago Didiez, con sus vestiduras
negras al escuchar el característico traqueteo de los carromatos que llegaban.
Pese a la situación y a los inmensos goterones de sudor que descendían por su
frente precipitándose desde su mentón al vacío, una inmensa y cordial sonrisas
decoraba la cara de aquel párroco.
Al instante volvió a entrar por la misma
puerta y salió de nuevo, pero esta vez portando en sus manos dos inmensos
cantaros con fresca agua, que ofreció a los nuevos colonos. Los niños fueron
los primeros en saciar su sed, seguidos de las mujeres y dejando al final a los
hombres más fornidos. Fue un acto digno de reconocer y que dejó a todos
impactados cuando Werner pese a todo lo acaecido portó uno de los cantaros unos
veinte metros, donde bajo la sombra de una choza descansaban los soldados, ofreciéndoles
agua. Todos ellos asintieron con la cabeza en señal de agradecimiento y
respeto, y Rodrigo, aquel ingrato y condecorado sargento que en el pasado le
sermoneo se levantó se dirigió hacia Werner mirándole a los ojos y le estrechó
la mano fuertemente.
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Hacía ya treinta y tres años de ese día.
Peter se incorporó y contempló a su lado a Ágata, su esposa. Fue al pequeño
corral que tenían junto a su humilde casa, recogió los huevos, y al igual que
todas las mañanas desde que los ecijanos prendieron fuego al poblado donde
vivía Lucio, fue a visitar la tumba de su amigo, allí conversaba con él durante
horas. Pero hoy no pudo dedicarle tanto tiempo.
Al volver a casa beso uno a uno a sus
cinco hijos, se introdujo en el dormitorio y se puso la ropa típica de ese día:
alpargatas, falda y camisa blanca, adornada con alhajas, abalorios y cadenas,
una faja azul y cintas rojas en el pecho, por último su esposa le anudo el
pañuelo al lado izquierdo de la cabeza.
Y esa mañana coincidiendo con el fin de
la recogida de la aceituna en uno de los molinos, Peter participaba en la
locada, aquel baile que gracias a amigos y compañeros de viaje se había
conformado con objetivo de erradicar el temor que tenía ese joven niño suizo a
la figura de un oso terrorífico.
Y así al son de panderetas y guitarras
acompañadas por el canto de las chicharas paso su vida Peter, uno de los
jóvenes que gracias a su valentía debemos hoy nuestra existencia.